Hoy deposito el primer pétalo aquí... un cuento de mi autoría:
LA NOCHE DE LAS LUCES
Estaba a punto de terminar el trabajo que me había retenido como un hechizo toda la tarde frente a la computadora, cuando se cortó la luz. ¡ Nooo!, insulté a todos los ángeles y los santos, por supuesto más tarde les pedí disculpas, cuando todavía estaba frente al monitor pensando cómo haría para recuperar las introducciones perfectamente redactadas que antecedían las transcripciones de todos los libros viejos que hablaban de acontecimientos sobrenaturales en el siglo pasado.
Salí a tientas del estudio y con la débil llama de un fósforo aleteando sobre las alacenas, revisé los cajones de la cocina. No había velas.
Flotando en aquella negrura divisé un tenue haz de luz filtrándose bajo la puerta de entrada. No hice más que salir del departamento para ver la aureola redonda y blanca que envolvía a una mujer. ¡ Una vela!, festejé para mis adentros. Corrí para alcanzarla, pero todo volvió a ser oscuro cuando dobló en una esquina y la perdí de vista.
Resoplando regresé.
Ya estaba dispuesto a acostarme, cuando escuché que llamaban a la puerta. Un resplandor fuerte la enmarcaba. Ahora sí que volvió la luz, me dije mientras abría respondiendo al llamado. Era la mujer de la vela, la que se me había escapado por los pasillos. Me cautivó su sonrisa de seda. Tres veces le pregunté qué necesitaba antes de captar la idea de que buscaba a alguien. Me avergonzó demostrar una vez más que no la estaba escuchando porque su belleza me entorpecía, así que la invité a pasar.
Una vez en la sala descubrí que los focos estaban encendidos, nunca había visto luz tan potente. El fulgor de las lámparas casi me enceguecía. Los sillones estaban blancos como nubes celestiales, las vitrinas reflejaban las claridades como si en lugar de copas de cristal tuvieran el sol encerrado y los angelitos de bronce que colgaban junto a la ventana parecían candeleros. “ Voy a apagar las dicroicas” le dije. Ella sonreía.
“ Aquí no está Diógenes”, me preguntó.
Entendí que la chica buscaba a ese tal Diógenes que yo no recordaba tener como vecino, sin embargo su nombre me era familiar. Una vez aclarada la situación la acompañé hasta la puerta. Nos despedimos. Cuando crucé el umbral vi que todo mi departamento estaba en penumbras. Volví a mirar hacia el pasillo. La luz allí se extinguía de a poco mientras la mujer se alejaba. ¡ Ey!, le grité, no sé si reclamándole porque parecía que ella se llevara las luces consigo.
Me miró. “Disculpado”, murmuró. Sonrió y cuando sopló la vela que llevaba entre las manos todo volvió a la normalidad. Después se esfumó doblando en un recoveco.